Por: Argentina Alcántara Rodríguez
A Máximo Gómez Báez, quien fuera uno de los principales artífices de la independencia de Cuba, el pueblo de Baní, en República Dominicana, lo acogería como lugar de nacimiento, el 18 de noviembre de 1836.
Su figura resaltaba por su educación, austeridad, sencillez y modestia. De tez trigueña, labios finos, ojos negros, cabello sedoso, su mirada penetrante, dominaba a menudo solo con guiños y silencios.
Era sobrio hasta en lo cotidiano: no fumaba, evitaba palabras obscenas. En tiempos de paz, resultaba un trabajador agrícola, capaz de sacar de la tierra, con sus propias manos, el fruto necesario para la vida de los suyos.
Lo recordaría su compatriota Federico Henríquez y Carvajal “como bailador sin émulos”, amante de la música y trovador de serenatas nocturnas. El hombre de fuego en los campos de batalla era en la vida diaria un ser de ternura austera y nobles silencios.

Aquel que el tiempo consagraría como el “Generalísimo” descubrió en esta isla su destino definitivo cuando, en La Habana colonial, presenció el castigo de un hombre negro. Con aquella imagen comprendió entonces que la esclavitud no era la tragedia de unos pocos, sino el rostro brutal de la opresión colonialista española a todo un pueblo.
Ese despertar explica el tránsito que marcó su vida: llegó a Cuba a mediados de 1865 y, en 1868, con el levantamiento de Carlos Manuel de Céspedes, ya abrazaba con fervor el ideal independentista. Aquel viraje, que él mismo llamara “transición eléctrica”, fue el impulso decisivo de su destino revolucionario. Se definía radical porque entendía la revolución como un proceso de transformación de hombres y estructuras; pues su causa era, más que política, profundamente social.

En la guerra, fue impetuoso y temerario, de brillante ingenio militar. De él son leyenda las emboscadas escalonadas, hábiles contramarchas y prolongados movimientos que sometían al enemigo. Su nombre llegó a infundir respeto incluso en los altos mandos españoles. Por ello, el mariscal de campo Manuel Armiñán, su rival en la batalla de las Guásimas, lo reconocía como “el que más valía de sus enemigos”.

Fue el legendario combatiente de La Sacra, Palo Seco, Naranjo, Saratoga y Altagracia. La huella de su valentía quedó impresa desde el combate de Tienda del Pino, con la primera carga al machete.
Durante la guerra, escribía hasta altas horas de la noche, legando a la posteridad una inmensa obra epistolar, reflexiones, literatura de campaña y su imprescindible Diario, documentos en los que se revela la dimensión de su patriotismo y su personalidad.
Su vida, en suma, encarna la estampa del combatiente del deber y alcanza en la memoria cubana una dimensión legendaria. Así nos llega el Generalísimo: un hombre cuya entrega definió el rumbo de una nación que eligió como segunda patria.
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