Por Yeris del Sauzal
Dylan y Jailer, con sus diminutos cuerpos de tres años, remolcan el camión de sus sueños, mientras con sus cortas piernas corretean a toda velocidad por el área de juego de la casita infantil “Los Vaqueritos de mi reina”, perteneciente a la Empresa de Productos Lácteos Río Zaza de Sancti Spíritus. Pareciera un ritual. Cada mañana, con la idea fija de creerse chofer y mecánico, respectivamente, repiten la vivencia para darle un toque angelical a ese “reino en miniatura” donde imperan las risas, los descubrimientos y un amor que se ancla en el pecho de cuatro educadoras. Una de ellas, Edenia Cuéllar, abandonó el reposo que imponía la jubilación para volver al salón repleto de energía.
“Aquí se les enseña a los niños hábitos de vida y desde edades tempranas ves cómo van adquiriendo habilidades. Yo trabajo con los de un año o dos. Las actividades programadas son semejantes a las de un círculo infantil y la alimentación es buena, variada…”.
Y para acentuar la veracidad de la última frase de la educadora, una niña, a quien “se le enreda” su nombre en la boca, empuña su vasito de yogurt natural. “También dan leche”, dice.
Escuche esta historia en sonidos:
Eneida María González da vueltas por el salón recogiendo las mesas y estirando los manteles luego del horario de la merienda. Ella también “se derrite” por las ocurrencias de “los que saben querer”.
“Esto es una modalidad diferente pero considero, por mi experiencia, que los niños aprenden más, porque el más pequeño imita al más grande. El desarrollo de la lengua es una de las dimensiones donde el infante se desenvuelve más y aquí lo constatamos”.
“Creo que el niño es como un algodón, como una esponja que lo absorbe todo. Amo enseñar a esa edad porque de tu trabajo depende, en gran medida, su futuro”, enfatiza Eneida María mientras algunos pequeños se le cuelgan del vestido.
Yelena María Gómez dejó atrás la adolescencia hace muy poco. Llegó a la casita infantil con sus notas de clase frescas, atrapada por la espontaneidad y la alegría vestida de inocencia. Ello- dice- le ofrece motivaciones para abrir su regazo a “la esperanza del mundo”.
“Me gusta el trabajo con los niños porque ellos aprenden con nosotros y viceversa. Es agradecido, bonito, porque ves cuánto avanzan desde que llegan aquí, muy chiquiticos”.

“Yo atiendo a los de cuarto año, y veo el progreso que tienen en el habla. Son muy ocurrentes, incluso, muchas veces los chiquitos son más vivarachos que los grandes. Tienen mucha chispa y eso me encanta”, expresa mientras da la voz para organizar de repente un jolgorio.
En un abrir y cerrar de ojos, en el patio de la casita infantil, ubicada en las afueras de la ciudad de Sancti Spíritus, se hace una rueda para cantar y aplaudir. Una niña me invita a jugar con ellos, y con su mirada asegura que no admite un no por respuesta.
“Es que nosotros jugamos también”- dice Yelena María en son de explicar lo que se vive allí los días hábiles de cada semana-. “Nos convertimos en niñas iguales que ellos. Entonamos canciones infantiles tradicionales, y mientras hacemos juegos de mesa, les enseñamos los colores, las formas de los objetos, los tamaños…”.
Imposible decirle adiós a “Los Vaqueritos de mi reina” sin llevarte las manos marcadas por la tempera y sin cargar la gratitud de conocer a los mejores pintores de dibujos abstractos. Sus aplausos de despedida abren la puerta, al mismo tiempo que los brazos se estiran tibios con el anhelo de que vuelva con mi grabadora en manos para contarme de sus días.
“Cuando vengas de nuevo dibujaré a mi mamá para que veas lo linda que es”, gritó mientras agitaba su adiós, Jailer, quien “arreglará en el futuro todos los camiones del lácteo de Sancti Spíritus”.
El sol apenas se asoma cuando los primeros cochecitos cruzan la puerta de «Caritas Felices». María, la directora (con su delantal lleno de pegatinas de animales), recibe a cada niño con un abrazo que calma las lágrimas del «no quiero soltar a mamá». En el perchero, chaquetas diminutas cuelgan como banderas de una tribu alegre.
«Aquí no cuidamos niños, cultivamos personitas», dice mientras ayuda a Miguel (3 años) a guardar su mochila de dinosaurios.

9:30 AM – EL CAOS CREATIVO
El aula es un maremoto de risas:
En la esquina de plastilina, Lucía moldea un «pastel» que parece más bien una montaña abstracta.
En el tapete de cuentos, Pedro repite «¡Otra vez el lobo!» señalando el libro de Caperucita.
En el patio, una pelota rosada rueda sin dueño fijo mientras tres niños corren tras ella… ¡en direcciones distintas!
La maestra Rosa susurra: «Parece desorden, pero están aprendiendo a compartir el mundo».
11:00 AM – LA GRAN BATALLA: HORA DE LA MERIENDA
Los baberos son armaduras frente al yogur. Sofía (2 años) decide que su cara es mejor plato que la mesa. Javier, el más pequeño, duerme la siesta abrazado a su pan integral (medio mordido).
«Aquí la comida es arte efímero», bromea Carmen, la cocinera, mientras limpia puré de manzana del suelo.
1:30 PM – SIESTA Y SECRETOS
Las colchonetas se convierten en nubes. Algunos roncan como viejitos, otros susurran planes de fuga:
«Yo tengo un perro más grande que la luna», dice Mateo con los ojos cerrados.
«Mi abuela hace galletas con estrellas adentro», replica Valeria, y ambos asienten ante verdades incuestionables.
3:00 PM – EL ADIÓS (O NO)
Las puertas se abren y los brazos se estiran. Algunos niños saltan hacia sus padres; otros se aferran a las faldas de las cuidadoras como koalas.
«Mañana volveremos, ¿verdad?», pregunta Leo (4 años) mientras su madre intenta ponerle los zapatos.
EPÍLOGO: DONDE LOS HÉROES TIENEN TIZAS EN LAS MANOS
En «Caritas Felices», los días no se miden por horas, sino por:
Lápices rotos (12).
Abrazos espontáneos (innumerables).
Preguntas filosóficas («¿Por qué el cielo no se cae?»).
María cierra la puerta al final del día, cansada pero con esa sonrisa que solo nace cuando se sabe que, entre crayones y pañales, se está construyendo el futuro.
(En la pared, un cartel hecho por los niños reza: «AQÍ SE APRENDE A SER FELIZ» – y la falta de ortografía lo hace perfecto).