Fidel, luz en la desmemoria de mi bisabuela

Fidel, luz en la desmemoria de mi bisabuela

A los 102 años, mi bisabuela Lucrecia había olvidado el día de su cumpleaños, confundía el nombre de sus hijos con el de los hermanos, llamaba a sus padres, hacía más de 50 años fallecidos. Vivía en las tinieblas de la demencia; sin embargo, sólo recobraba lucidez cuando escuchaba el nombre de Fidel.

La centenaria de pocos estudios, con tono bajo, con memoria de historiadora podía recordar cada uno de los pasajes, de las siempre victorias de Fidel. Era sólo pronunciar aquellas cinco letras para que susurrara: «Mi Comandante».

Por él, mi bisabuela centenaria fue más que una lavandera; por él, mi abuelo Claudio conoció el mundo de las letras y números. Por Fidel, mi bisabuela no perdió nunca más a ninguno de sus hijos a falta de atención médica. Fue su proyecto social en el que mi familia encontró realización personal y profesional. A esas razones le debo haberlo conocido desde que apenas tuve conciencia.

Un retrato junto a los seres queridos lo ubica en mis primeros recuerdos infantiles. La primera vez que temblé de emoción fue ante su presencia, cuando apenas me aprendía las tablas de multiplicar. El verde olivo radiante, la estatura gigante, la barba legendaria impresionada hasta a los niños, pero lo que más desconcertaba a su pueblo era el poder de un ser terrenal para no dejar un ámbito de la vida social y política fuera de su mirada.

Él estaba en todas partes, a cualquier hora, bajo cualquier circunstancia. No lo detenían los vientos huracanados, la ferocidad tediosa del imperio más poderoso. No se puede hablar de hazaña deportiva sin mencionarlo, no se entiende el sistema de salud actual sin los aportes de Fidel. Si hoy ir a la universidad es sólo cuestión de capacidad intelectual se lo debemos a él. Fidel se preocupó incluso por los utensilios con los que se cocinaba en los hogares cubanos.

Fue su generosidad, su vocación martiana, la solidaridad ilimitada lo que explica que hoy Cuba sea Patria no sólo para los cubanos. Yo defino su tiempo, la vida de Fidel, como los 90 años más fructíferos de Cuba. La sobrevida, a la que hoy llamamos continuidad es sólo el compromiso, el deber de mantenerlo vivo, en cada uno de sus monumentos, que a voluntad propia no esculpen su figura, sino su espiritualidad.

Las estatuas de Fidel en Cuba se encuentran en una escuela, en un hospital, en el poder curativo de un medicamento cubano, único de su tipo en el mundo; en el médico que va a tratar el alma y el cuerpo de los más necesitados, que llega a donde otros no van, desde las gélidas y lejanas geografías hasta la selva de los indígenas.

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